jueves, 4 de diciembre de 2014

Y un día más, salió el sol


Nunca sabes cómo va a salir, ni estás del todo seguro que vaya a compensar. Nos gritamos mucho, odiamos a ratos, nos frustramos y vamos almacenando bajo los ojos unas ojeras que no veremos desaparecer en semanas. A eso se suma que, cada ensayo, hay que compaginarlo con estudios, trabajos, responsabilidades, mañanas y tardes de viajes en ave y esta vida mía que es, como la de Dickens, la Historia de Dos Ciudades.

Pero llega la noche, y mientras te amarras el pañuelo al cuello para ser por una noche un señor del siglo XIX, todo parece al fin consumado. Las canciones y las escenas vuelan entre aplausos y deslumbramientos de los focos, y de repente te encuentras en la puerta de la sacristía esperando a decir "Sale el sol".

Los conciertos duran y son duros. Quien crea que estaba tranquilo en Madrid perdiéndome los ensayos, que se quite la idea de la cabeza. Cada día tenía en la mente el temor de que, a pesar de llegar el miércoles, no me diera tiempo a asimilar lo que los demás habían tenido semanas para montar e interiorizar. Mentiría si dijera que me encantan los ensayos, pero quizá por la lejanía, aquí los echaba de menos. Como aquel año de La Vuelta al Mundo, este ha sido un concierto en la distancia.

Pero eso no se nota en la alegría, la de vernos reunidos de nuevo, la de que haya caras nuevas dispuestas a formar parte de esta bendita locura que es Sevilla 28. Bendita locura de amor a la música, a los conciertos en familia y a cantar unidos. Decía alguien menos cursi que yo hace unos días en Facebook que somos una familia, y no creo que haya dicho ninguna mentira. Durante un mes es como si compartiéramos piso, vamos a comprar cosas juntos, pasamos las noches entre bambalinas esperando la siguiente escena, nos reunimos por voces para repetir hasta el cansancio cada pasaje difícil... Somos una familia que se ríe y que se pelea, que se grita y luego pide perdón, una familia que comparte cuarto hasta para cambiarse de ropa y que trabaja codo con codo por un fin mayor más allá del aplauso, que miente el que diga que no le llena el corazón.

Y mejor aún fue compartirlo con aquellos que son profanos, los que no entienden ni quieren saber de Iglesia, los que se sientan con nosotros en la facultad y trabajan en equipo con cada uno de nosotros cada mañana, con aquellos amigos que se volvieron hermanos años después de aquella primera coincidencia en un monasterio de Burgos de cuyo nombre no quiero acordarme. Que por una noche nos veamos todos reunidos, como una familia mucho mayor que se deja llevar por la ilusión y la música, por el baile desenfrenado y los chistes facilones que despiertan carcajadas.

Más allá de eso... qué más dan las jornadas maratonianas de guión atascados en la escena 4, los cambios de letra a las canciones respetando la rima, los 'cou cou cou', las carreras escaleras abajo para llegar al cambio de vestuario, las ampollas que sangran por llevar demasiado tiempo sin tocar y que aún siguen aquí conmigo, los gritos y las ojeras, la discordia y el cansancio. ¿Qué importa todo eso cuando un año más lo hemos vuelto a hacer? Ahora llega lo complejo, eso de que esto no se quede en una noche, en un rato de diversión. Que esto sirva para hacer familia y para hacer comunidad, para venir todos los domingos a cantar y hacerlo con ganas, para que nos preocupemos los unos de los otros... Que esto sirva para hacer esa Iglesia viva y abierta que nos pide el Papa Francisco, y que nos olvide que mañana cuando nos levantemos, por muy mal que pinten las cosas, seguimos siendo las luces que alumbraron por un rato la parroquia, ya sin disfraces. Y que vuelve a comenzar el concierto, el de nuestra vida, cuando sale el sol.