sábado, 28 de agosto de 2010

La vida más allá de la hora de cierre


La edición europea de El País cierra a las 10 de la noche, la edición nacional a las 11 y las delegaciones entre las 12 y la 1 de la madrugada. Durante estos dos meses de periodismo real, sin simulacros ni ensayos, esas han sido las horas límites que han marcado mi día a día. Jornadas que han llegado a las 14 horas algunas veces, pero que han pasado volando.

Durante estos meses he escrito del pasado común del judío Gustav Mahler y el Richard Wagner al que los nazis le colgaron el injusto sanbenito de ser afín al führer, he contado las desventuras de un niño prodigio inglés que con solo 7 años pinta como un impresionista de finales del XIX, los robos de un 'van gogh' en un museo de El Cairo y de una escultura en bronce de Dalí en la torre gótica de Brujas. He contado como Christie's y Sotheby's se enfrentan por vender al mejor postor la colección de arte contemporáneo de Lehman Brothers, he enseñado a los lectores la magnificencia de la edición de 2010 de los Proms británicos y he cronicado el concierto en la Plaza Mayor de Barenboim con su orquesta del diálogo.

Me he descubierto a mí mismo escribiendo de flamenco de la mano de Arcángel y de la ortodoxia extrema de José Menese, he hablado de películas chinas que revientan la taquilla y del laberinto legal entre el museo Thyssen y un judío de Los Ángeles que reclama un cuadro puntillista de Camille Pissarro que los nazis expoliaron a su abuela a cambio de su vida en el Berlín del 39. He enseñado a la gente por qué la Tosca de Puccini es una de las óperas más hermosas de la historia y las desventuras de un gobierno tailandés creyendo que había encontrado La Atlántida cuando lo que había bajo el mar era un decorado de cartón piedra para submarinistas.

En este tiempo he hablado con los famosos para ver cuáles son sus playas favoritas, he escrito de la primera vez que los hijos de Michael Jackson han ido al colegio tras la muerte de su padre y he entrevistado a la cantaora Mayte Martín. En este tiempo me he ido al pueblo avileño de Iker Casillas a ver la final gloriosa del Mundial con su familia y he recomendado cada domingo qué espectáculos de clásica no podían perderse los madrileños.

Han sido muchas cosas, pero todas un paso adelante. Ahora, escuchando la 'Lacrimosa' del Réquiem de Mozart, del que acabo de escribir para contar los 118 diagnósticos distintos que rodean su misteriosa muerte a los 35 años, me doy cuenta de que quizá me he consagrado en estos dos meses al estilo clásico musical. No es ninguna sorpresa, ayer tuve la revelación mientras pasaba mi último día en la redacción de que he dedicado más de la mitad de mi vida a la música clásica. Suena impactante y te da un escalofrío solo de pensarlo. La mitad de mi vida es más que suficiente para asumirlo como algo del destino.

Creo que somos una de las secciones ejemplares porque los 3 becarios de Cultura hemos respetado nuestro espacio y nos hemos dedicado a trabajar y colaborara entre nosotros antes de pisotearnos en busca de una gloria efímera que solo trae problemas. Ahora volveremos a la escuela, donde chocarán nuestros egos nutridos durante estos dos meses a base de firma y orgullo. Cada día en Cultura ha sido un plus, un añadido a lo que ya era para ser un poco mejor. Una escuela real de cómo funciona algo tan anárquico como la sección de un periódico, un reto en el que tienes que asumir tu lugar y, dentro de él, llegar hasta el límite permitido, en el que cada día se empieza de cero para demostrar por qué estás ahí.

Ahora vuelvo a casa, a la Sevilla que hace dos meses que no veo. Ya hay ganas, como es lógico. Más allá de la hora del cierre solo queda volver a abrir el círculo que volverá a cerrarse mañana a las diez para Europa, a las once para España y rondando la una de la madrugada para Madrid. Día tras día, el rito del reloj que no perdona, para hacer posible que mañana en el quiosco el lector se reencuentre con sus 60 páginas de siempre.

domingo, 22 de agosto de 2010

Quién fuera británico...

Desde que estoy en el master, y más desde que estoy en Cultura, hay un tema que me atormenta. La música clásica es la que menos simpatías despierta de entre todas las artes que pueblan nuestras páginas. A nadie le coge de sorpresa si le digo que siento miedo por esta maravillosa parte del mundo que es la música clásica, que tengo miedo a que todas las demás, la cultura posmoderna, pasen por encima de ella y la aniquilen.

Los hábitos de consumo que nos trajo la segunda mitad del siglo XX nos están haciendo analfabetos musicales. No podemos dar de lado a más de 30 siglos de superación del ser humano a través de la música, no podemos dar de lado a la cultura con mayúsculas. Los británicos lo vieron venir mucho antes que nosotros, como siempre, y ya que tienen la mejor televisión pública del mundo, decidieron crear el mayor festival de música clásica del planeta. Los Proms son el ejemplo de que la cultura del pasado es tan actual como la de ahora mismo.

La BBC programa cada año dos meses de conciertos entre música orquestal, camerística, solistas, folk y músicas del mundo. Y el Royal Albert Hall se convierte en un coliseo vivo, en el que la gente habla y comparte, canta y llora, cierra los ojos, agita banderas... una verdadera fiesta para los sentidos. La última noche de los Proms toda Londres se paraliza: el Royal Albert Hall está a reventar, no cabe un alfiler, y las pantallas gigantes se reparten por toda la ciudad mientras la gente abarrota los parques y plazas para disfrutar de su cita anual con la música que nunca dejará de sonar.

Además, cada año la comisión de los Proms elige a una cantidad que suele rozar la decena de compositores y músicos en potencia para que estrenen con la BBC Symphony Orchestra sus propias obras ante miles de personas. La música se baja de su pedestal y se pone a los pies de su pueblo.

En la última noche de los Proms, se demuestra que la música está tan viva que parece mentira que no salga a las calles cada día. Los himnos del Imperio británico se fusionan con las piezas orquestales de siempre en un festín concebido para toda una nación (he aquí la prueba: se pueden hacer conciertos para 4 aspiradoras y orquesta, y un espectáculo delicioso).



En un mundo ocupado por música comercial hecha deprisa para contentar a unos oídos y un cerebro que prefieren no pensar, en los Proms todo invita a que agilices tus estímulos y formes parte de la fiesta. Cada año distinto, pero cada año brillante. Hay veces que me encantaría sentirme un británico más en el Royal Albert Hall. God save Britannia, a ver si con esta alabanza se nos pega algo...

lunes, 16 de agosto de 2010

Crónicas de Arroyomolinos: Cuando el camino acaba donde comienza

Suena 'La cuadratura del círculo' de Vetusta Morla en un salón soleado en un pueblo perdido del sur madrileño. Sobre la mesa cubierta por un mantel de flores reposa en equilibrio la torre peligrosamente hueca de una partida de Block&Block a medio jugar. Afuera la tarde se desploma sobre las ondas de una piscina desde la que se huelen las manzanas que presumíamos ácidas del huerto.

Arroyomolinos nació como un pueblo encantado y a la vez consumido por la desdicha y la gloria de estar a 20 minutos en autobús de la capital del Reino. Ahora los ensanches interminables de urbanizaciones parecen haber eclipsado el murmullo del arroyo que le dio nombre a la villa en la que estuvo encerrada Juana la Loca en un torreón. La construcción en sus terrenos de un megacentro de ocio con una pista de esquí cubierta está convirtiendo el sencillo pueblo en una Marbella más, poblada de fuentes en cada glorieta y parques tranquilos llenos de columpios de colores.

Sin embargo, en la última casa que puebla la terraza que se despeña hasta el arroyo, no hay nada de ese supuesto bullicio. La parra frondosa cobija tardes de guitarra y cantos, y es testigo de los 20 minutos de untado de crema solar de factor 30 (mínimo) de cada mañana antes de exponer las pieles a menudo demasiado blancas de estos sevillanos atípicos, que no parecen gitanillos de cabellos negros, sino irlandeses de pelo cobrizo, señoritos andaluces de ojos azules y rubios ya conocidos para la tierra, que suben en un rosario de visitas a Madrid para reencontrarse con lo que nunca se marchó del todo.

La casa de una chica de Aluche a la que fastidia que tilden de rica es la madriguera perfecta para jugar a "taboos" que contienen localismos argentinos que nunca sabremos de dónde vinieron, para montar sobre un tablero puentes, ciudades, y hasta una urbanización de catedrales perfectamente conectada con un puerto cuya flota demasiado numerosa, espera centrímetros a la derecha su turno para tomar la megalópolis catedralicia. Nada está planeado, y al mismo tiempo todo está definido en Arroyomolinos.

Los días corren. Los madrileños, amigos que montan en el 495 para vernos o ponen el GPS para no perderse y tomar la salida correcta al pasar Móstoles, van sembrando sus momentos memorables. No hace falta competitividad, aunque seamos los dos periodistas: 4 segundos en silencio al empezar una canción porque estamos muy ocupados riéndonos, son suficientes para dejarnos en empate a cero. Onda Cero, Telecinco y El País se nos han olvidado estos días, no sabemos lo que son, ni escuchamos el móvil si suena para reclamarnos y hacernos volver a la redacción, al plató o al estudio. Aquí todo puede ser: hasta McDonald's la contraseña aliada del desembarco de Normandía.

En Arroyomolinos todo puede ser. Las noches saben a tinto helado con limón y huelen a barbacoa desnivelada y traicionera que te cubre de aceite cuando menos te lo esperas. Y el sonido es el de una canción a capella demasiado hermosa como para no ser grabada y escuchada mil veces de vuelta a casa. De noche iremos, de noche, a reencontrarnos alejados de ciudades, parroquias y oraciones, con lo que realmente somos. A reencontrarnos con lo que ahora somos, después de meses de tortas, de tropezones, de gritos a tiempo, de pasos adelante y de buscar la ilusión a pesar de que creamos que se ha marchado para siempre. La madrugada suena a Stravinsky y a Beethoven, contra todo pronóstico, a comentarios de clásica y a risas, a emoción y a susurros en la oscuridad hasta casi ver amanecer. Música Clásica, que todos creen que ha muerto y que sigue siendo rotunda, perfecta y hermosa sea quien sea el que quiere destruirla, a golpe de modernidad o de inculto y cateto alarde de que todo tiempo futuro puede y debe ser mejor.

Si miras al cielo, la contaminación lumínica aquí se reduce a un par de farolas, que permiten ver claramente al lejano Venus asomar sobre los tejados del otro lado de la calle y llorar al cielo por el bendito Lorenzo en su cita de agosto con los mortales. La oscuridad profunda nos contempla en silencio, los pinos cercanos nos lanzan como mensajes sus barcos de paja, que navegan con el viento en la cercana piscina, y no hay nada más. La cita no puede ser más perfecta.

Al mirar atrás, me convenzo un poco de que sí que soy un poco más madrileño que hace unos meses, y que ahora os veo distintos y cambiados. Sois una versión mejorada de lo que conocí, y pienso que puede que yo también sea ahora una versión mejor y más interesante de aquel Miguelito que no lloró en la noche de aquel 27 de noviembre, pero no por falta de ganas. Se cumplen este miércoles ocho meses desde que partí, y me parece que desde la última vez, os habéis hecho más grandes, más fuertes, más decisos, más divertidos y más entrañables. Sois la ilusión sin fin contenida en una sola semana. No me puedo creer que no hayamos hablado antes de irnos a vivir juntos cuando te decidas a saltar a la capital en enero, ni que no hayamos dado un paseo juntos hasta Aluche aunque el motivo no sea el que ambos deseemos, no me puedo creer que no hayamos hablado nunca hasta el amanecer sin luz alguna, ni que ahora seas tú la que me buscas para contarme cosas y sea a mí al que le saques los colores con un comentario descarado. No puedo creer que haya estado tanto tiempo perdiéndome semanas como ésta.

No puedo dormir porque necesitaba escribir, y ahora el reloj marca las cuatro y mi cabeza me dice que tengo que irme a dormir. De noche volveremos, de noche, a vernos ante un templo sevillano, a reecontrarnos en un burguer porque el bolsillo nos pide una tregua, de noche será cuando eche de menos los susurros, las canciones, las carreras en el piso de arriba por una llamada con número oculto, las confidencias almohada con almohada y el olor fresco de la parra a las cinco de la mañana, cuando sales buscando aire fresco y ese tesoro que en Madrid no existe: el silencio.

Se me han olvidado los cigarrillos, las copas, la música estridente, las normas del libro de estilo... Pensé que venía a Madrid a acabar un camino que ignoraba que aún no había comenzado. Cada vez que dais un paso en firme, a mi me entran ganas de dar otro, de volver a hacer locuras, de volver a soñar. No estamos tan locos como para dejar de hacer lo imposible, posible. Mi corazón me pide poner el cuentakilómetros a cero y volver a empezar. Lo único que no cambió son los compañeros de viaje.