domingo, 25 de abril de 2010

Carta a mi yo madrileño

Cualquier día a cualquier hora
Calle de mis desvelos
Sevilla


Querido Yo madrileño:

Ya sé que últimamente estás demasiado ocupado con tu vida estresante, del metro a casa y de casa al metro, no voy a echártelo en cara. Lo cierto es que te tengo algo abandonado, ya no compartimos plaza en la cabeza de este chico, ya sólo estás tú. Yo decidí quedarme en una plaza llena de naranjos, esperando a que vuelvas. A mi la gran ciudad no me va.
Lo que sí quería decirte es lo que echo de menos que me eches cuenta. De vez en cuando me das un toque al móvil, porque te acuerdas de lo pijillo que fuiste, de los náuticos a la hora de salir, de las camisas y del pachangueo. No sé si será sólo por eso o porque echas de menos ver a determinada gente a la que a veces necesitas en el día a día, pero a sí que veo tus comentarios, y sé que me añoras.
Nunca olvides que estoy aquí, ni lo que fuiste, ni los rasgos que forman tu personalidad. No te olvides de la gente que te importa, la que dejaste atrás por lanzarte a la aventura de vivir. Ellos son los que formaron lo que yo soy, y por rebote, te formaron también a ti (por algo eres mucho más joven que yo). No olvides el humor de tu tierra, no olvides reírte con las tonterías que te reías antes, a mi me siguen haciendo gracia!.
No me dejes atrás simplemente porque te pueda la rutina, no te rindas, no me olvides. Yo soy lo que fuiste, lo que te hizo marcharte, y por eso debes conservarme siempre. No te olvides de la cruz, porque ella también te hizo como hoy eres. Sé que no podrás colgártela como hago yo, sé que ni siquiera la tendrás materialmente allí, pero la llevas en el pecho, en las canciones que tarareas mientras bajas en el ascensor, en tus actos. No lo olvides.
Y por último, no dejes de defenderme. No me ocultes, no hagas como si no existiera. Sé que me defiendes a capa y espada aunque te llamen "señorito andaluz", y por eso no puedo apartarme de tí aunque estés lejos. Cuando van sevillanos a verte, yo voy con ellos y entonces te abrazo para que convivamos juntos unos días. Pero sabes que sólo puedo ir de visita. Madrid es demasiado cosmopolita y demasiado grande para entenderme, para comprender que los pasos de Semana Santa cambian cada año aunque sean los mismos, para saber que la ciudad en la que vivo es impresionante. No niego que la gente como yo sólo nos miremos el ombligo, pero es que esta ciudad tiene un ombligo tan bonito...
Entiendo que me olvides a veces, pero no te olvides de los que se han quedado conmigo aquí enriqueciendo tu sevillanía: los que te llevaron de paseo en Semana Santa, los que te llevan a una terraza a tomar café, los que siempre están para la cervecita, los que te recuerdan que la Música es demasiado importante como para olvidarla... Ellos hacen que yo siga viviendo en la lejanía, y que vuelva a tu mente continuamente.
Sin más te dejo, pronto volverá el trabajo a colapsarte y no tendrás tiempo para mí. No me olvides, yo no lo hago. Te espero en cualquier recuerdo de cada persona querida a la que echas de menos, y a ver si a partir de ahora nos vemos más. Si no, esta carta no tendría sentido. Cuando me recuerdes, estaré en cada naranjo, en casa rayo de sol andaluz, en cada quiebro por bulerías.
Un abrazo del hermano mayor que tanto te quiere.

Tu Yo de siempre, tu Yo sevillano

sábado, 24 de abril de 2010

La Feria del forastero

Parece mentira, después de tantos años haciéndolo, y este año se ha roto el ceremonial hasta tal punto que no sé si este viaje tiene sentido. Al menos en esta semana. Hace un momento leía la crónica de una noche de feria de un amigo, y no puedo hacer otra cosa que darle la razón cuando me dice que, al volver del Real, no hay literatura que valga, sino que las cosas salen a bocajarro.

Me da la sensación por primera vez de que la ciudad me ha dado la espalda. De que ya no me quiere. ¿Qué te he hecho? ¿Por qué siento esta frialdad, este desarraigo? ¿Por qué ya no me encuentro cómodo como antes entre tus calles?.

Y de nuevo este amargor en la boca, este lamento agrio del que siente avinagrado su carácter por el paso de los meses en una ciudad a la que se ha habituado, pero que le crispa los nervios. Y no sé como hacerlo, pero al volver a la tierra, siento que ya no soy el mismo que se fue.

La portada se veía al fondo de Asunción apagada, como en una nebulosa, envuelta en niebla espesa. No sabía si esta noche había sido un sueño, o una hilera de niebla en la que ha habido momentos de luz muy puntuales. He querido cubrirlo todo, ver a todo el mundo, y realmente no he disfrutado de nadie. La Feria me ha tratado como a un forastero que no sabe a dónde ir y se pierde en las calles, y se le van las horas, y todo lo que hizo por agradar a todos le llevó a una sensación de dejar a todo el mundo a medias.

La Feria se consume. Es viernes y Sevilla se retira del Real muy poco a poco, dejando solas las casetas a merced de los viajeros. Sólo quedo yo, como un forastero más, en esta fiesta a la que llego desgastado por la rutina. Tanto, que las 4 es una buena hora para volver. Tanto que no consigo sacarme de la cabeza el trabajo que tengo que entregar al día siguiente. Tanto que no se me va el amargor de los labios. Tanto que quise decir y escuchar tantas cosas... pero mis distracciones no me dejaron.

Mañana el Real estará un poco menos vivo. Prefiero quedarme con los recuerdos, con los fogonazos de luz de esta noche, y pensar que habrá un momento para dar más luz a lo que esta vez está siendo sólo una ráfaga. Mañana será un día para no repetir los errores de hoy y para revivir los momentos cálidos de esta noche.

Me voy a dormir antes de que siga analizando y encuentre más razones para sentirme un forastero más en esta tierra. Me voy a reposar para, mañana, intentar descubrir qué cambió en mí para que esté esta noche aquí escribiendo esto.

sábado, 17 de abril de 2010

¿Si grito se para el mundo?

Vuelve a mi tablón un vídeo al que curiosamente había recurrido hace poco. Parece que a veces si que hay cierta empatía, las redes de sensaciones y nostalgias, de recuerdos encontrados, se tejen entre unos pocos. Coincidir en los mismos días aludiendo a las mismas imágenes, los mismos sonidos, los mismos momentos, no puede explicarse de ninguna forma. Sólo que hay conexiones que no vemos y que, evidentemente, tampoco comprendemos.



Una de las cosas que dejé a medias en Sevilla fue el sueño de formar parte de un grupo. Con mi carrera musical reducida a las dos horas de cada domingo y a la música que siempre llevo encima, porque si no, ni respiro, la cripta volvía a convertirse en ocasiones que pueden contarse con los dedos de una mano en un garito imaginado. Con las ventanas abiertas, la luz de la mañana y las caras de dormidos, allá que nos plantábamos para intentar sacar algo decente de los instrumentos que todos tocábamos porque nos daba la gana y no porque ningún diploma dijera que éramos magníficos concertistas.

Y previo a mí, a mi efímera incorporación (este Madrid lo ha cambiado todo), se graba el vídeo del que os hablo. No hay ostentación, no hay un buen equipo de sonido ni una sala acondicionada para este tipo de música. Un trastero lleno de suciedad y trastos acumulados, luz artificial y un cantante tímido de espaldas y un guitarrista descarado de frente. No hace falta más.

Después de esta semana, no creas que no me entran ganas de dar ese grito al oído, si con ello consigo que este bucle en el que vivo se detenga. Necesito hacer cada cosa nueva, que el mundo y la rutina no se me echen encima, no caer en el doloroso momento de no saber si es lunes o jueves porque todos los días me voy a la cama con el mismo dolor de espalda y la misma angustia en la cabeza de todas las cosas que tengo que hacer y aún no he hecho.

Cuando me puede la vida, pues me aguanto. No ha venido uno desde tan lejos para quejarse, pero necesito saber que cada día tiene un sentido, un reto, una ilusión. Y lo estoy escuchando ahora, entre el sonido de las teclas. Te escucho cantar en esa cripta sin mirar a la cámara, y sin tú pretenderlo eres como una voz de la conciencia, diciéndome que cuando me embargue la tristeza, que dé un grito. Cierto es que llevo lunas sin dormir como debería, y que hoy no he salido porque no tenía ganas de salir, porque tenía demasiadas cosas que hacer, que ya entrego trabajos hasta los sábados y los domingos. En cada gesto, busco que algo me dé la vida, una sonrisa, algo que me haga disfrutar de la vida entre tanta hora ocupada y tanta locura en la cabeza. Quizá me hace falta el grito, un grito en mi oído, que me recuerde por qué estoy aquí y cómo prometí reaccionar a los guantazos que me diera este master.

Hay días que necesito este vídeo, aunque sea para pensar en los ensayos que ya no serán y recordar las cosas que deben hacer distinto cada día: el código que me salve (no en vano nos llamábamos Lemon Code, nada sucede por casualidad, y menos en este blog), que haga diferente cada momento para que no me convierta en una máquina que se levante pensando en cuántas horas faltan para volver a dormir.

martes, 13 de abril de 2010

Diario de Madrid_ Café vienés bajo la lluvia

Aunque yo llevo pidiéndolo toda la vida porque es mi favorito, el café vienés ni siquiera existe en Viena. De hecho me contaron en la Calle Larios que lo inventó un malagueño y que le puso ese nombre para que tomara el caché de la vieja Europa. Es un café negro como el carbón con dos dedos de nata montada por encima, servido en copa o taza de cristal para que se vea la bipolaridad de los colores, un café magnífico porque el azúcar ya lo lleva la nata, y la textura que resulta de la mezcla es el equilibrio perfecto de un café para una tarde de lluvia.

Vuelve a llover en Madrid, vuelve a hacer frío, es martes y trece y el tiempo arrecia contra los cristales de la balconada. Bien hice en no limpiarlos después del temporal del final del invierno.

Esta tarde, mi primera cita con el Madrid castizo. Después de acercarme a la alpargatería Antigua Casa Crespo para hacer un reportaje (el local más antiguo de Madrid, según El País), me llama 'la rubia'. Ana se ha cruzado conmigo hace una hora aproximadamente montada en su moto Habana blanca mientras yo recorría Monteleón en busca de un sitio pintoresco en el que reportajear. La veo llegar con su abrigo rojo de niña pijilla reconvertida a la parada de Metro de Tribunal donde hemos quedado, y me lleva a un café de esos de puerta de cristales y exterior de madera con faroles y frontón recto en Vicente Ferrer.

El café es de otro siglo. En una mesa de formica redonda junto a la ventana, un guiri enseña inglés a dos chavales que lo miran pasmado pronunciar con acento británico las frases del libro que tiene delante. Más adelante, un salón vacío pintado en rojo con zócalo de madera y lámparas con tulipas floreadas que penden del techo sobre cada una de las mesas blancas. Nos sentamos al final del salón. Chocolate español para Ana, café vienés para mí. Charlamos del día y de la vida, por fin fuera del máster (aún no nos habíamos visto simplemente para tomar un café y por el sencillo placer de vernos tras un encuentro casual). Al final del café, en un tercer salón que parece estar en las profundidades de la tierra, un trío de señoras cuchichean sentadas en una mesa alta, mientras el camarero prepara en la barra un batido en una copa acampanada.

Qué placer esta hora tranquila, sintiendo que has aprovechado el día y que ahora el descanso es merecido. El café flota en otra época y me hace olvidar mi vida frenética por escasos 45 minutos. El periodista no tiene más tiempo, hay demasiado que hacer y muy pocas horas. Quien encuentre mi paz, por favor, que me la devuelva.

lunes, 12 de abril de 2010

Desahogo

Hay veces que me preguntas aún sabiendo que no voy a responderte. Hay veces que me miras, y no sé ni siquiera qué decirte. Hay veces que te veo, y otras que prefiero que no existas, que tengas que partir para no volver jamás, y me quede yo solo pensando lo que pudo ser.

Te hablo y no me escuchas, y cuando sí que escuchas, no crees que lo que diga vaya en serio. Me tiembla la mano con sólo ver que se abre el ascensor, y que la que aparece reflejada en el espejo enorme y misterioso del cubículo eres tú. Las calles tortuosas se me olvidan los días que tu mente no viaja por la siniestra cara de la vida, los días que recuerdas quién eres y te olvidas de la que te gustaría ser.

Me duele cada mirada, cada gesto con el que te alejas, cada palabra exagerada al máximo como si hubiese una cámara que graba nuestras vidas, cada máscara que llevas cuando los demás están delante y crees que el mundo nos está observando.

Me duele porque quiero, porque yo lo he elegido, o al menos sí que lo ha elegido esa parte de mí que no domino, porque ni siquiera sé dónde reside. Me duele ver que estás tan cerca y tan lejos. Me duele que aparezca una nueva distracción y se lleve tu cordura, que esta semana sólo haya sido un espejismo y que vuelva la tormenta. Me duele estar hablando contigo y tener que pedir con la mirada que alguien me rescate, porque me duele el alma, porque si aguanto un minuto más viéndote convertirte en tu lado oscuro, tendré que cerrar los ojos con la ilusión de que desaparezcas. Me duele que prefieras fingir lo que no eres a vivir con la relajación de ser solamente tú.

La gente a menudo me pregunta que 'por qué'. No sé que contestar. Esto no tiene explicación que valga, no es sencillo ni pretende serlo. Tú no lo haces sencillo, y yo me callo. Me callo no sé hasta cuando ni por qué motivos, pero me callo. Prometí no guardar silencio, pero cuando te lo explico parece que hablo con un fantasma, que en cualquier momento vas a desvanecerte como un humo ligero. Y entonces creeré que nunca te había visto, y que todo era un sueño, pero no.

Estoy dispuesto a asumir tus vaivenes, a cargar con tus contradicciones y a respirar hondo, a volverme solo a casa, a mirar por la ventana en silencio con un café en la mano intentando poner la mente en blanco. Estoy dispuesto, sí, pero ¿a qué precio? ¿con qué garantías? ¿hasta cuándo? Sólo me salen preguntas, y no hay nadie que me las responda...

domingo, 4 de abril de 2010

El escritor y el músico

Domingo de Ramos, Marzo 2010


- Por favor, déjeme pasar, tengo que ver a mi hermano.

La súplica venía de unos ojos angustiados, de una cara pálida por la falta de luz solar, de estar sentado frente a un ordenador en una ciudad en la que no para de llover desde hace meses. El escritor avanzó entre la gente, jadeante por el calor que le daba la chaqueta expuesta al sol del domingo. La corbata le oprimía el gaznate desde hacía unos minutos, desde que el sol de Justicia había traspasado el edificio de ladrillo y le daba de pleno.

La Cuesta del Rosario era un calvario sediento de pasos de nazareno, una empinada calzada repleta de gente, agolpada a las riberas de la calle. El escritor no iba a ver a su hermano, o quizá sí. Puede que no fuera su hermano carnal, pero a veces no se trata de ser hermano sino de ejercer como tal. La gente murmuraba a su espalda y se quejaba mientras el paso de caoba, bravío en cuesta arriba, impetuoso, se le venía encima. A su alrededor sólo incienso y voces de niños cantores que difícilmente sobresalían entre la multitud.

El escritor esquivó las embestidas de los inciensarios que volaban fugaces entre sus pies, y se colocó en el margen izquierdo de la cofradía. El sol le calentaba su pálido cuello mientras intentaba sobrepasar a los capataces y al fiscal del paso. Sabía que tenía que llegar hasta él, aunque no tenía obligación de hacerlo. Al fin lo alcanzó, pero ni tan siquiera se atrevió a tocarlo. Como un miembro más del cortejo, se olvidó de que estaba rodeado de público de costero a costero, y se escondió detrás de quien buscaba. Su amplia espalda lo cobijaba, y ya sólo lo enmarcaban la madera del paso y la espalda de él.

Un Domingo de Ramos más, terminaba la víspera, y el escritor se encontraba de nuevo en esa ciudad convertida en decorado de otro tiempo, buscando una razón que le diera sentido a todo aquello. Cada año llegaba a las calles de Sevilla con la sensación de que no era más que un festejo en el que la ciudad se ponía una máscara, y que él, como parte de la ciudad, se ponía también la suya y se calzaba la cruz al hombro para subir a golpe de corneta a llamar a las puertas de un Cielo que muchas veces dudaba si existía. Y allí estaba él, en medio de la multitud, entre nubes de incienso y no de algodón, con ángeles de caoba y no de la materia de las almas, y rodeado de candelabros de guardabrisa y candelería, y no iluminado por la luz celestial.

La muchedumbre se agolpaba a sus lados, pero él no oía nada. Sin que el músico se diese cuenta (a eso se dedicaba el joven al que perseguía), él caminaba como un penitente, cabeza agachada y paso lento, pegado a su espalda como una sombra. La procesión seguía y sentía como el paso que amenazaba con arrollarlo, le quitaba poco a poco el aire que le quedaba. El músico seguía caminando sin parar de tocar, ignorando la presencia que lo custodiaba.

Al llegar al punto más alto de la cuesta, la música cesó, y el escritor sintió que tenía el beneplácito del orquestador de aquel prodigioso montaje para interrumpir el curso de la cofradía. No sin antes suspirar, probablemente de alivio, el escritor apretó el brazo izquierdo del músico. Éste volvió la cabeza y pudo leer en su cara una mueca de alivio. Le explicó cómo tenía el labio de dolorido después de toda la tarde tocando, y le agradeció haberse pasado. El escritor rebuscó en el bolsillo húmedo de su chaqueta y sacó una botella de agua, de la que bebieron los componentes del grupo, aliviados. Cuando la botella se acabó, el escritor no dudó en darle la suya propia para que pudieran beber por el camino que aún les quedaba por recorrer. La cofradía comenzaba a andar de nuevo, y tras apretar su brazo por segunda vez, le dijo adiós con la mirada mientras el músico seguía avanzando por la Cuesta del Rosario, perdiéndose entre el incienso y el gentío.

Al marcharse, el escritor se apartó a un lado, y alzó la mirada hacia el sol. Y allí estaba. El momento que otros años ni siquiera había aparecido, o se había materializado en la luz interior de un palio macareno o en una chicotá trianera llevada hasta sus últimas consecuencias, estaba ahí en pleno Domingo de Ramos. El escritor vió como si no lo hubiera visto nunca, a ese cristo deprimido, cabizbajo como él, silencioso y humilde en su propio cortejo de despilfarro y excesos, al estilo de la Antigua Roma. Sintió en su interior la necesidad de soltar una lágrima, que quedó reprimida en el aliento de un suspiro que sólo él notó. El paso, pequeño y modesto, surcó el adoquinado hasta la cima de la cuesta, y se perdió en el horizonte dejándolo totalmente roto el primer día de la Gloria. En aquella sencilla relación creada de hermandad, desprovista de título y de papeleta de sitio, entre el escritor y el músico, en aquella visión de un cristo al que nunca había mirado con interés, estaba el motivo para vivir una semana de Pasión más.

El músico no sabía lo que transcurriría a partir de ese domingo, ni los momentos que vendrían ante los más variados paisajes, porque ni siquiera el escritor podía intuírlos. Como había oído decir a un cirial vocacional que conocía, por muchas dudas que surjan durante el año, "nunca sabremos si es Dios el que baja a Sevilla cada primavera o es el pueblo el que sube al Cielo". El escritor siempre hallaba el motivo, la manera de ver de una manera distinta el rito más antiguo que han visto las calles sevillanas, y siempre era hermoso.

Se quedó allí, paralizado, dejó de ver y sólo escuchaba a lo lejos la música de aquél que se había llevado su botella de agua en el bolsillo de la chaqueta. Y sintió que Sevilla lo encandilaba de nuevo, como cada año, en cada esquina, y que le pedía que regresara, aunque fuera una semana, a cumplir con el rito. El escenario se esfumaría, las calles cambiarían y las lluvias se llevarían la cera y el incienso, pero la primavera volvería, y entonces el escritor buscaría otra razón, y la encontraría. Y quizá fuera en ese mismo sitio, persiguiendo al músico. Pero sólo lo sabría cuando pasara un año: quedaba abierto el eterno momento de la Víspera.

jueves, 1 de abril de 2010

Lo que Túnez me dijo de mí mismo un Miércoles Santo

Otra vez llego al punto culminante. Mi mente y mi cuerpo se saturan al máximo, como el agua que burbujea hasta que rompe a hervir. Y me vengo hasta casa con los pies rotos, los ojos cargados y un sabor amargo en el alma, sin saber explicarme, ni siquiera a mí mismo, el porqué.

Se está convirtiendo últimamente en costumbre eso de resoplar, de decirme a mí mismo "cállate", de sonreír cuando no tengo ganas. Y me indigno conmigo porque a todos los momentos especiales les acabo encontrando un lado amargo en el último segundo que me deja una extraña sensación de desarraigo, como si fuese un ciudadano de ninguna parte, que no encaja en el nuevo destino pero tampoco pertecenece ya al antiguo. Y por eso si me discutes o me tratas demasiado, te darás cuenta de que cada vez hablo menos, y cuando hablo nunca es para decirte lo bien que va todo, sino para soltar poquito a poco ese veneno que no sé por qué llevo dentro, pero que lo llevo.


Y no me tengas en cuenta que después de tantas horas, cuando estoy agotado en la calle Adriano, de pie, evoque a esos fantasmas que me atormentan y que durante unos días he mantenido a raya a golpe de tambor. Porque tengo agriado el carácter por motivos que yo mismo desconozco, y cuanto más te acercas, más te muerdo. Alzo la vista para mirarte a los ojos, porque sé que me lo ponen difícil, y lo que tú crees cansancio no es más que impotencia, lo que tú crees frío no es más que contención para no soltarte una burrada hiriente que no te mereces, pero que se me escapa de la comisura de los labios, muy a mi pesar.

Creo que lo más valioso que aprendí sobre mí mismo en la carrera, lo aprendí en el viaje de fin de curso. La gente viene y va, mis baremos de amistad o compañerismo bailan al son del momento en el que yo me encuentre, pero creo que sólo la gente que mete el dedo en la llaga y me hacen saltar como perro de presa al ataque, y me hierven la sangre, son aquellos que después se quedan en mi imaginario de cada día. Por ellos soy quizá mejor persona, y han sido destino de mi cariño y mi ira a partes iguales. Cuando tengo una pelea con alguno de ellos, es para mí la señal (fácilmente incomprensible para todos aquellos que no estén en mi cabeza) de que los necesito de verdad y que no son personas pasajeras. Si respondo, si acepto la afrenta y la discuto, algo que casi nunca pasa, es porque ya no me cabe duda de que eres importante (bien sabe de esto cierto trianero al que le dí la noche en un hotel tunecino). No implica que los vea todos los días, ni que nos llamemos a diario, sólo que estarán presentes en esta cabeza loca mía en la cotidianidad.

Por eso te miro a los ojos, los que me lo ponen difícil, y resoplo. Porque por mi cabeza deambulan sentimientos encontrados, y esta noche tú eres el objetivo de todos los dardos que guardo en la recámara, simplemente porque te ha tocado. La pregunta esta noche más que nunca, y por la que me entran ganas de clavarme el bolígrafo en la palma de la mano es por qué sigo prefiriendo caminar 10 minutos en silencio antes que decirte todo esto a la cara y que tú puedas decirme lo que piensas. Me lo ponen difícil tus ojos porque a ellos no puedo mentirles cuando ni estoy bien, ni se me ha olvidado lo que acabas de decirme, ni sé lo que me pasa. Y prefiero apretar los labios hasta que duelen, y guardar silencio. Siempre los silencios: qué estúpido aquel que me convenció de que los silencios dicen más que las palabras...