sábado, 30 de junio de 2007

¿Hay vida antes del café?


Antes de pensar el título del blog, ya sabía que se llamaría así.


Si hay un lugar en el que no me importe pasar las horas muertas es en un café, entre las mesas de madera, entre el olor de los posos, entre el silbido estruendoso de las cafeteras viejas que gritan desesperadas.


En la mesa del rincón, aquella que parece que se puso intencionadamente para que sólo puedan ocuparla dos personas, o una en épocas de escasez de compañía y necesidad de soledades.


La mesa sobre la que se abren los libros más dispares, donde se apoyan los cuadernos y se hace ruido con los bolígrafos esperando que acuda la idea soñada.


Sólo ante el café, la taza es testigo del devenir del tiempo, de la calidez delos labios, de la frialdad de una mano decepcionada, de la mirada triste que se refleja en el espejo tostado del café. Sólo el tintineo de la taza sobre el plato indica que la realidad está ahí aunque tu no lo estés.


Por eso elegí el café. La mesa en la que pienso, la mesa en la que siento, la mesa que me dió los motivos para seguir o la fuerza para abandonar, la que me dió oportunidad de reír y me hizo contener la lágrimas para no llorar. La mesa en la que se apoyan mis sueños, mis mejores ideas y mis peores locuras.


Desde éste café te miro a tí a los ojos. A tí que lees los míos y te preguntas que barbaridad voy a soltar dentro de un segundo. A tí que un día me echaste de menos, a tí que me contaste tus problemas, a tí que hiciste que se me enfriara el café de tanto reírme, a tí que pediste cola cao para recordarme que por mucho que queramos, seguimos siendo niños...A lo que llenaron la silla de enfrente, y se sentaron fuera aunque era invierno o anduvieron 2 kilómetros sólo para encontrar un Starbucks, porque el café allí sabe distinto...


A los que tomaron café en la mesa del rincón y a los que lo tomarán.

Vientos del pueblo me llevan


Vientos del pueblo me llevan,

vientos del pueblo me arrastran,

me esparcen el corazón

y me aventan la garganta.


Los bueyes doblan la frente,

impotentemente mansa,

delante de los castigos:

los leones la levantan

y al mismo tiempo castigan

con su clamorosa zarpa.


No soy de un pueblo de bueyes,

que soy de un pueblo que embargan

yacimientos de leones,

desfiladeros de águilas

y cordilleras de toros

con el orgullo en el asta.



Nunca medraron los bueyes

en los páramos de España.


¿Quién habló de echar un yugo

sobre el cuello de esta raza?

¿Quién ha puesto al huracán

jamás ni yugos ni trabas,

ni quién al rayo detuvo

prisionero en una jaula?


Asturianos de braveza,

vascos de piedra blindada,

valencianos de alegría

y castellanos de alma,

labrados como la tierra

y airosos como las alas;

andaluces de relámpagos,

nacidos entre guitarras

y forjados en los yunques

torrenciales de las lágrimas;

extremeños de centeno,

gallegos de lluvia y calma,

catalanes de firmeza,

aragoneses de casta,

murcianos de dinamita

frutalmente propagada,

leoneses, navarros, dueños

del hambre, el sudor y el hacha,

reyes de la minería

señores de la labranza,

hombres que entre las raíces,

como raíces gallardas,

vais de la vida a la muerte,

vais de la nada a la nada:

yugos os quieren poner

gentes de hierba mala,

yugos que habréis de dejar

rotos sobre sus espaldas.


Crepúsculo de los bueyes,

está despuntando el alba.


Los bueyes mueren vestidos

de humildad y olor de cuadra:

las águilas, los leones y los toros de arrogancia,

y detrás de ellos, el cielo

ni se enturbia ni se acaba.



La agonía de los bueyes

tiene pequeña la cara,

la del animal varón

toda la creación agranda.


Si me muero, que muera

con la cabeza muy alta.



Muerto y veinte veces muerto,

la boca contra la grama,

tendré apretados los dientes

y decidida la barba.


Cantando espero a la muerte,

que hay ruiseñores que cantan

encima de los fusiles

y en medio de las batallas.


Miguel Hernández

martes, 19 de junio de 2007



Entre los gloriosos muros



Quien diseñó el teatro de la Ópera de Munich, aquel que con su esfuerzo, memoria de arquitecto y estilismo neoclásico imperante en toda Prusia, levantó los sillares de piedra de un teatro dedicado a la belleza, no pudo ser otro que un loco.
Quizá un enamorado de tiempos pasados, un espíritu optimista ante la adversidad, un ser enamorado y por ello, maldito.
Un teatro que vió nacer por vez primera los acordes hermosos del Tristán e Isolda, del tantas veces calumniado Wagner, una obra en la que la protagonista muere de amor ante el amado muerto, como sólo en los sueños de Bécquer podía ocurrir.
Y no es curioso al menos, que la misma cúpula dormida por el sopor del tiempo y del silencio, tuviera que encerrar tanta hermosura, y derrumbarse al mismo tiempo ante el horror de un hombre, que en su afán de matar, ni siquiera respeta la belleza...
El Teatro de la Ópera de Munich es un lugar desgraciado a la vez que solemne. Los aviones aliados de la Guerra más sangrienta de la Historia, arrasaron sus bóvedas de escayola, ardieron sus cortinas de terciopelo, la madera de las butacas y se derritieron los frescos con las llamas. Habiendo ardido dos veces a lo largo de su historia, volvía el templo del arte a consumirse bajo el fuego del odio entre hermanos. Volvió a pagar la belleza, lo único por lo que el ser humano merece ser alabado, el arte que se derrama del corazón, volvió a pagar por tanta falta de fe.
Muerto ya el insigne Wagner, ajeno a lo que ocurría en el teatro en el que alcanzó la gloria con su obra más tremendamente bella, por los siglos de los siglos, había pagado en sus carnes el terror de ser el músico favorito de un tirano. Un Wagner que pasa a la Historia por ser el autor de La Cabalgata de la Walkyrias, la marcha que guiaba los pies de los nazis en su destrucción de Europa, y no sin embargo, por haber compuesto uno de los amaneceres más preciosos en la Obertura de su ópera Lohengrin, cuando la música se transforma en tiempo. Injusto que se le odie por algo que ni siquiera él llegó a ver con sus propios ojos, por algo que nació del rencor y no del espíritu, como fue concebida la música allá en el principio de los tiempos.
Y un sólo testigo: la Ópera de Munich, tantas veces asolada y tantas otras levantada con la fuerza del corazón, con la ilusión de los que aún creen en los sueños, en esa utopía cultural que embriaga cada rincón que tocó el romanticismo alemán con su pluma apasionada. Un templo soberbio, frágil al mismo tiempo como la propia felicidad, pero colosal como s mensaje: lo hermoso del hombre siempre renace de sus cenizas, por mucho que queramos enterrarlo, porque las voces del alma siempre resuenan en nuestro interior esperando una oportunidad, esos momentos a los que llamamos "felicidad", que igual que se derrumban, vuelven a levantarse para hacernos morir de amor, como a la insigne Isolda, aunque sea sólo un sueño que nos deje dulces los labios y cálida el alma.