martes, 10 de marzo de 2015

Revestirse de saco


Entraba una tarde de febrero a ver al Señor de Granada. Como aquel Cristo de San Agustín que en esta ciudad, como en Sevilla, también salvó a la ciudad de la pandemia, aquí hay devociones que parecen dormidas y cosidas a la túnica de penitencia de la ciudad. Richar me contaba minutos antes, bajo el sol de una primavera que quería llegar antes de tiempo, cómo veía desde su balcón los ensayos del Señor del Rescate desde pequeño y siempre había soñado con portar su parihuela.

Al entrar en la iglesia, Parroquia de la Magdalena -que en mi Sevilla es hogar de negro ruán de Calvario y de Quinta Angustia que juega en la noche cerrada a mantener el equilibrio sobre el fino cordel de la muerte-, todo se mantiene sereno, mientras una decena de parroquianos asiste a misa. Nos ponemos discretamente delante de esa capilla lateral donde está este señor cautivo -que tiene su espejo en otro Lunes Santo desde el Tiro de Línea-, y entonces me pregunto si no se me estará yendo la cabeza con tanto viaje. Si todo esto realmente tiene un sentido o me mueve solo una adrenalina que antes desconocía, si esto es más que esfuerzo y testosterona, si ser costalero en una ciudad que no es la tuya con una cofradía de la que no sabías nada hasta hace dos años tiene sentido realmente.

Y entonces suena la palabra, pero no como la procesión que siempre va por dentro, sino a viva voz, desde el ambón. Y uno de los fieles lee mientras estamos en la capilla el libro de Jonás, que narra la amenaza de destrucción de la ciudad de Nínive:
"Y los hombres de Nínive creyeron a Dios, y pregonaron ayuno, y vistiéronse de sacos desde el mayor de ellos hasta el menor de ellos. Y llegó el negocio hasta el rey de Nínive, y levantóse de su silla, y echó de sí su vestido, y cubrióse de saco, y se sentó sobre ceniza".
Creo que Richar ni siquiera se dio cuenta. No podía apartar los ojos de aquel que ha configurado su manera de entender la fe desde la infancia, desde la mirada furtiva de una parihuela que vaga fantasmal por las calles, antes de ir a dormir, para luego soñar con costales y olor de incienso en un futuro no muy lejano.

Y entonces el saco cobra vida propia, y me pregunto si aquel profeta no hablaba en su día de esta manera tan andaluza de vivir la Pasión. Y veo en aquella Nínive el derroche de nuestras ciudades turísticas, embebidas y enamoradas de sí mismas, de sus calles estrechas y sus excesos barrocos. Y veo que aquello de vestir de saco la cabeza no es otra cosa que una llamada de expiación, una forma de despojarse de todo lo que el resto del año creemos imprescindible y transformarnos en algo más sencillo, más austero.

Vestirse de saco para ganar la gloria, una gloria rendida al sudor y a la sangre batiente que soporta el dolor. Un dolor que aquí se disfraza de altar de plata, de terciopelo bordado. Y entonces recuerdo por qué Granada, y por qué Merced, y al final es que la penitencia solo tiene sentido en familia. Por eso la fe te pide que te vistas de saco y que te apoyes en tus hermanos, que el peso de esta vida a veces difícil se lleva mejor cuando se comparten las trabajaderas del día a día con una cuadrilla que carga al cuello su propia vida y también la tuya.

Y como aquellos habitantes de Nínive llamados a arrepentirse ante la destrucción de la ciudad, creo que allí abajo, donde se duermen los brazos y raspa el cuello la arpillera, uno se redime a través del esfuerzo de muchas cosas, aunque solo pasen por el subconsciente y no sepamos que están en nuestra cabeza. Y cuando suena el martillo, es como esa llamada del profeta, que nos llama a sentarnos sobre la ceniza de todo lo que no nos gusta de nosotros y que dejamos en el adoquinado con cada racheo. Y nos vestimos de saco, y nos cubrimos la cabeza y preguntamos al de al lado cómo va, aunque sea la pregunta más sencilla de este mundo. Y en esa pregunta está plasmada una de las grandes verdades de todo esto que para muchos es solo postureo y apariencia: que esto es una penitencia en hermandad y que la cruz que nos pidieron llevar solo ha cambiado de posición, y aquí va en horizontal y sobre el cuello.

Y cuando todo acaba, cuando se da el último golpe de martillo y los zancos se apoyan en el hormigón de nuevo, parece que todo lo vivido haya sido solo un espejismo. Como Granada misma. La noche cerrada que cobija el viacrucis tenebroso del Albaicín, la piedad que busca el Arco del Vino y se derrumba ante tus ojos mientras los que van debajo aprietan los dientes, el tambor de muerte que rompe la tiniebla de la Plaza Nueva en una madrugada de abril, la lucha contra la gravedad de la gloria barroca del Cristo de los Favores por el Campo del Príncipe, el más difícil todavía del palio de la Victoria entrando en Santo Domingo... Cuando pasa, no sabes si ha existido realmente o si ha sido solo un juego de la ciudad.

Pero llega de nuevo el invierno, y vuelve a sonar la voz de Jonás en forma de quejío desde el Sacromonte. "Vestíos de saco, sentaos sobre las cenizas de lo que os atormenta, cargaos con el peso de las devociones de la ciudad y llevadlas a las calles". Y entonces solo queda acatar y cargar, con el peso de lo nuestro y de lo de los demás, como un bloque que lleva a remo el buque a un puerto que aquí es de piedra blanca y al que se entra por el embarcadero de Pasiegas. Y se te olvidan las dudas sobre si tiene sentido hacer 1.000 kilómetros en autobús en un día, y se te olvida el lado amargo de la vida, que a veces hace por enturbiarlo todo. Porque allí abajo todo es posible, y da igual de dónde vengas o lo que seas. Con el costal puesto eres solo tú y lo que te mueve, el esfuerzo y el sudor, la respiración entrecortada y los músculos en tensión. Tras el telón de este teatro de terciopelo no hay etiquetas ni protagonistas. Todos somos iguales, y todos somos uno, el pie que mueve la fe según mi tierra, el caminante anónimo que hace latir de nuevo la devoción de la ciudad.

sábado, 3 de enero de 2015

Ilusión

La Navidad es a veces un cuchillo de doble filo. Tres grandes fechas en torno a las cuales giran los sentimientos y las ausencias, los dolores que vuelven a revivir y las esperanzas a las que te aferras, los miedos y la gloria, el calor y el frío.

Las fechas que van desde los albores de la Nochebuena hasta más allá de la mañana en la que todos seguimos siendo niños son complicadas. Sobre todo porque en su ecuador nos obligan, calendario mediante, a hacer balance de un año pasado que no siempre ha cumplido las expectativas y uno que está por venir en el que volvemos a creer, que sí, que este será el nuestro.

Lo cierto es que ningún año es redondo, pero qué en esta vida lo es... Cada año debería llamarse curso, no como aquellos escolares, sino curso de la vida. Un año en el que aprendemos de lo bueno que se nos subió a la cabeza y nos hizo recuperar el sur para perder un rato el norte, y también un año en el que aprendemos que ni todos los lunes son malos ni todos los viernes buenos. Que las reglas universales son las menos universales, porque quién sabe afirmar con certeza que todos los limones del mundo son amarillos si no ha visto cada limón del planeta...

Quizá sea el momento de creer, una nochevieja más, que este y no otro es el mejor momento. ¿Para qué? Eso Dios lo dirá, y nosotros lo decidiremos. Que esta última noche del año no tiene porque ser en casa, por mucho que se añore a la familia, que hay otras cálidas manos dispuestas a acogerte como si esta fuera también tu casa. Y qué gran metáfora que la última tarde del año ascendiéramos un cerro, la última pendiente de este 2014, el último camino lleno de baches, la última prueba. Sobre el Cerro de la Cruz quiero pensar que el aire frío de la tarde me robó los miedos y las desilusiones que, inevitablemente, han ido minando este año para que no fuera perfecto. Qué fácil dejamos que nos consuman los demonios...

Sobre aquel monte vi la tarde del 31 de diciembre el mundo y la creación, el lienzo en blanco que el 2015 me ofrecía bajo el lema de "que sea lo que tú quieras que sea". Y aquella tarde en el cerro, como preludio, me dí cuenta de que muchas veces nos frenamos a nosotros mismos. Nos aferramos a ese nuevo año como si fuera un tiempo mágico en el que todo pudiera venir bien sin nosotros hacer nada. Pero los años se construyen. Lo dicen las arrugas de mi frente cuando sonrío, el pelo que cada vez clarea más, los suspiros de los que me dices que abuso pero que a veces son mi manera discreta de soltar lastre... Los años, y este 2015, lo construyes tú y lo construyo yo.

Y por eso no hay que decir en el silencio que tenemos miedo. Que tenemos miedo a ilusionarnos, a volver a caer, a sufrir de nuevo, miedo al qué dirán y a que los consejos de los que queremos nos digan lo contrario a lo que el corazón nos pide. No podemos tener miedo, porque un cobarde no hubiera llegado hasta aquí; un cobarde no habría cambiado por dentro en este 2014 ni se sentiría ahora orgulloso de mirar atrás y ver que el pasado era mucho peor que este presente que es el mejor momento sin dudarlo.

Granada y sus campos me devolvieron a la vida, como siempre lo hacen, en los últimos días de ese 2014 en el que volví a coger la sartén por el mango y en esas primeras horas del 2015 en las que brindé con caras familiares, dormí profundo hasta el mediodía para coger fuerzas para 12 meses de aventura -porque allí descanso de esa vida ficticia que marca el reloj y puedo dormir de verdad- y volví a creer que el frío no importa si el corazón sigue latiendo fuerte. ¿Qué miedo puede con la vida vivida hora a hora, devorada segundo a segundo? Cuando se siente... qué importa el temor. Un camino nuevo que arranca, una persona que te hace ser más grande sin que te olvides a ti mismo, una voz amiga que pide perdón y al día siguiente se olvida de una mala noche... Los enemigos de este nuevo año solo somos nosotros mismos.

Para qué aferrarse a los que te consumen para luego condenarte al olvido, a los que te hacen promesas que luego no cumplen, a los que te dicen lo que debes hacer cuando no saben ni ellos mismos lo que quieren, a aquellos que hablan de ti en tardes envenenadas y no se atreven a venir a preguntarte, a los que hacen daño a los que quieres. Quién quiere construir un año con ellos. Construyámoslo a pesar de ellos, que el 2015 solo tenga un protagonista, el que sale en tu foto del carnet. Que la vida fluya como un torrente y seamos nosotros los que le vayamos marcando el camino sin levantar presas que la ahoguen.

2015 será el año más hermoso del mundo, porque es el que toca vivir ahora. Sin miedo a ilusionarnos, porque la ilusión es lo único que guarda el niño y lo revive cada noche de Reyes. Que cada noche del año, por muy oscura que sea la tiniebla, mucho frío que haga en el desierto o muy solos que nos sintamos en cada rincón del mundo, sea Noche de Reyes. Porque de ilusión sí que se vive, solo que hay que mantenerla viva como las chimeneas de Periate para que el hielo no nos consuma, para que el calor no muera por muchas tormentas de nieve que algunos se empeñen en mandarnos.

Se me ocurren muchos deseos de palabras profundas para este 2015, pero creo que la ilusión hace que todos ellos sigan vivos en nuestro día a día. Ilusión por un nuevo reto que nos hace crecer por muy empinado que sea el camino, por una nueva etapa, por una sonrisa buscada que ha pasado a ser más que una sonrisa, por aquellos a los que dejamos escapar y que ahora han vuelto para demostrarnos que hay segundas oportunidades que valen un mundo, por la esperanza de que lo mejor está por llegar, por un cielo limpio en Sevilla y un mar de nubes en Granada, por volver a mi Judería y a tu Albaicín, por seguir contradiciendo a aquellos que nos dijeron que esto era una burbuja, por seguir trabajando en equipo y en familia aunque estemos a 2.000 kilómetros de distancia, por escuchar la misma canción al mismo tiempo por muy lejos que estemos, por tantas cosas que merecen la pena y que se visten de sencillez en nuestro día a día y las dejamos pasar.

Brindo por un 2015 pleno, porque solo de mí y de ti depende que lo sea. Y vuelvo, como siempre, engrandecido y reforzado, afianzado en pelear sacando fuerzas de las fuerzas. Brindo por ti, que tienes tantos nombres como trozos de mi alma fui regalando por el camino, y por mí. Por lo que hemos llegado a ser y lo más grandes aún que seremos. 2015 es nuestro año, porque es el que respira hoy, el que te ha dado 12 meses más para volver a demostrarle al mundo que, sin ti, este mundo sería un lugar mucho peor en el que vivir.

jueves, 4 de diciembre de 2014

Y un día más, salió el sol


Nunca sabes cómo va a salir, ni estás del todo seguro que vaya a compensar. Nos gritamos mucho, odiamos a ratos, nos frustramos y vamos almacenando bajo los ojos unas ojeras que no veremos desaparecer en semanas. A eso se suma que, cada ensayo, hay que compaginarlo con estudios, trabajos, responsabilidades, mañanas y tardes de viajes en ave y esta vida mía que es, como la de Dickens, la Historia de Dos Ciudades.

Pero llega la noche, y mientras te amarras el pañuelo al cuello para ser por una noche un señor del siglo XIX, todo parece al fin consumado. Las canciones y las escenas vuelan entre aplausos y deslumbramientos de los focos, y de repente te encuentras en la puerta de la sacristía esperando a decir "Sale el sol".

Los conciertos duran y son duros. Quien crea que estaba tranquilo en Madrid perdiéndome los ensayos, que se quite la idea de la cabeza. Cada día tenía en la mente el temor de que, a pesar de llegar el miércoles, no me diera tiempo a asimilar lo que los demás habían tenido semanas para montar e interiorizar. Mentiría si dijera que me encantan los ensayos, pero quizá por la lejanía, aquí los echaba de menos. Como aquel año de La Vuelta al Mundo, este ha sido un concierto en la distancia.

Pero eso no se nota en la alegría, la de vernos reunidos de nuevo, la de que haya caras nuevas dispuestas a formar parte de esta bendita locura que es Sevilla 28. Bendita locura de amor a la música, a los conciertos en familia y a cantar unidos. Decía alguien menos cursi que yo hace unos días en Facebook que somos una familia, y no creo que haya dicho ninguna mentira. Durante un mes es como si compartiéramos piso, vamos a comprar cosas juntos, pasamos las noches entre bambalinas esperando la siguiente escena, nos reunimos por voces para repetir hasta el cansancio cada pasaje difícil... Somos una familia que se ríe y que se pelea, que se grita y luego pide perdón, una familia que comparte cuarto hasta para cambiarse de ropa y que trabaja codo con codo por un fin mayor más allá del aplauso, que miente el que diga que no le llena el corazón.

Y mejor aún fue compartirlo con aquellos que son profanos, los que no entienden ni quieren saber de Iglesia, los que se sientan con nosotros en la facultad y trabajan en equipo con cada uno de nosotros cada mañana, con aquellos amigos que se volvieron hermanos años después de aquella primera coincidencia en un monasterio de Burgos de cuyo nombre no quiero acordarme. Que por una noche nos veamos todos reunidos, como una familia mucho mayor que se deja llevar por la ilusión y la música, por el baile desenfrenado y los chistes facilones que despiertan carcajadas.

Más allá de eso... qué más dan las jornadas maratonianas de guión atascados en la escena 4, los cambios de letra a las canciones respetando la rima, los 'cou cou cou', las carreras escaleras abajo para llegar al cambio de vestuario, las ampollas que sangran por llevar demasiado tiempo sin tocar y que aún siguen aquí conmigo, los gritos y las ojeras, la discordia y el cansancio. ¿Qué importa todo eso cuando un año más lo hemos vuelto a hacer? Ahora llega lo complejo, eso de que esto no se quede en una noche, en un rato de diversión. Que esto sirva para hacer familia y para hacer comunidad, para venir todos los domingos a cantar y hacerlo con ganas, para que nos preocupemos los unos de los otros... Que esto sirva para hacer esa Iglesia viva y abierta que nos pide el Papa Francisco, y que nos olvide que mañana cuando nos levantemos, por muy mal que pinten las cosas, seguimos siendo las luces que alumbraron por un rato la parroquia, ya sin disfraces. Y que vuelve a comenzar el concierto, el de nuestra vida, cuando sale el sol.

sábado, 8 de noviembre de 2014

Noviembre siempre es distinto

Otro noviembre y lo que ha cambiado todo, una vez más, desde el anterior. Vuelvo a estar deslumbrado por los neones de la ciudad: que a esto nunca termina uno de acostumbrarse... Madrid siempre es nueva para los que venimos 'de provincias', como dicen aquí, aunque hayas estado viviendo antes aquí.

Desde que he llegado me han venido un montón de recuerdos a la cabeza, recuerdos de otro yo, de otras circunstancias, de otra vida que sigue siendo la mía pero ya no la reconozco. Recuerdos de una brillante Glorieta de Bilbao que fue lo primero que vi al salir del metro con el edificio del Ocaso iluminado, de una calle Fuencarral en la que la mitad de los bares a los que iba ya no están allí, recuerdos de periodistas en antros de la Gran Vía, de unos granaínos y sevillanos muy pequeños tras las vallas del Viacrucis de la JMJ, de noches de sidra de barrica y de plaza tomada por las carpas de un movimiento que se difuminó en la niebla, como todos esos sueños que sueños son...

Todos aquellos recuerdos han cambiado. Todo es tan distinto en esta misma ciudad, que no sé si soy yo el que la ve distinta o es que realmente aquí lo nuestro es pasar, como decía Antonio Machado. Todos los recuerdos modificados menos uno. Aquella visión de la Glorieta de Bilbao: mi recuerdo más antiguo de la ciudad es el único que permanece inmutable.

Y por eso, entre otras cosas, estoy aquí. Porque en el fondo confío en la voluntad de esta ciudad de hacerme encontrar mi sitio, porque la necesito para volver a amar Sevilla cuando estoy cansado de ella, porque me hace sentir libre y útil en mi trabajo, porque me hace soñar a pesar de que me ponga trampas en el camino. Madrid se ha convertido en una palabra que para mí siempre ha significado cambio. Desde aquel autobús de vuelta del Espino hace tantos años ya, Madrid es un lugar de redención. Aquí vuelvo a empezar, regreso a lo que no me atrevo a ser, esa profesión que te consume y te desprecia. Pero amigos, no me imagino haciendo otra cosa que no sea este oficio.

Muchas veces nos han dicho que la labor del periodista es contar historias. Y lo es. Vamos por la calle mirando aquello en lo que tú no reparas, nos hacemos preguntas, levantamos la cabeza del móvil y observamos. Tenemos esa oscura e inquieta necesidad de que detrás de lo que todo el mundo ve tiene que haber algo más. Que la realidad solo es un trampantojo, y detrás de él se encuentra un festín de detalles que cuentan historias de vidas vividas al límite, de antepasados olvidados que fueron sobresalientes y de lugares que esconden secretos hermosos.

Ser periodista es ser tus ojos, tus oídos, tu olfato, tu tacto y tu gusto. Imaginaos la complicación de tener que ser todo eso y solo tener las palabras para transmitirlo. Una buena periodista, de esas que llevan años esperando un contrato que nunca llega y aún así no se rinde, me dijo una vez que tenía que llevaros a esos lugares en los que solo yo he tenido el privilegio de estar. Y tenía razón. Puedo presumir de haber estado dentro de los archivos de la Biblioteca Nacional, de haber cogido con mis manos el stradivarius único en el mundo de Sarasate, de haber esquivado las ratas entre las chabolas, de haberme metido en las casas okupas y haber desayunado con directores de cine, músicos internacionales, de haberme sentado con Barenboim a charlar en el ruedo de la Plaza de Toros de Ronda...

Porque mientras me esforzaba en contaros múltiples historias, sin querer iba escribiendo la mía. Una historia que siempre he querido que sea la de una mente inquieta aunque a veces me haya conformado; de una persona luchadora aunque a veces me haya rendido; de un eterno estudiante aunque a veces me haya creído que venía de vuelta de todo. La verdad es que no sé cuánto estaré aquí, no creo que sea para siempre. Pero lo que sé es que este es mi momento, y que el lugar de ese momento solo puede ser Madrid.

En esta ciudad demasiado grande para ser vivida soy solo una pulga, uno de millones. Aquí todo se difumina y cualquier logro revestido de proeza es solo una anécdota. Aquí no está la calma de las calles estrechas ni hay bares perfumados de rasgueo de guitarra, ni hay macetas sobre paredes blancas... Esto es la gran ciudad, la que sigue pudiendo conmigo, porque no quiere querer a nadie del todo porque sabe que acabará dejándola una vez más. Como la mayoría de los que viven aquí. Por eso quizá nunca terminas de sentirte a gusto, como en casa. Porque a Madrid le han roto tantas veces el corazón que ha dejado de creer.

Lo que sí sé es que iremos poco a poco, que aquí tengo pilares en los que apoyarme y seguir adelante, que los jefes -esos que para muchos son los que nos ponen los grilletes-, gracias al cielo, son los primeros que se encargan de recordarme que están ahí y que no me rinda. Curiosamente, todos mis jefes son vascos, esos que presumen de fortaleza y se les acusa de frialdad. Esos que un día me dijeron "adelante" y me pusieron los retos, uno a uno, de ir haciéndome mejor a base de golpes, de horarios infernales y de carreras pateándome la ciudad. Los que me hicieron correr delante de la policía y hacer guardias de ocho horas en Sol, pero también los que me mandaron a La Palma y a Londres, los que me dejaron hablar de flamenco y orquestas, los que me metieron caña y vieron en mi esfuerzo que podía llegar a portada. Y llegué.

Madrid es una de cal y una de arena. Y también me recuerda, en esos ratos que estoy solo en casa, lo que es importante y lo que no. Lo que echo de menos y lo que no, la gente que me falta y la que no. Madrid es la ciudad justa y necesaria para tomar perspectiva y, como he dicho, volver a empezar. Muchos están aquí conmigo, aunque no sea físicamente, y yo que lo agradezco. Mi casa nunca está sola, porque en cada recuerdo en el silencio, vive una parte de mí que me dejé en alguna otra parte, en otra persona, en otro momento. Y cada uno de vosotros hace que esté hoy aquí, soñando, valiente, infatigable y decidido, como me dijísteis tantas veces. Ya era hora de haceros caso.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Donde se mueve la vida

Hay lugares en los que es más fácil ser feliz. Hay lugares en los que los minutos pasan más despacio y la vida, esa que nos atormenta en el día a día con sus baches y obstáculos, se vuelve clemente contigo. Hay lugares en los que la vida se mueve sin tú darte cuenta y te sana las heridas.

Granada es un lugar para recuperar el aliento. Peregrinar a esa ciudad en la que todo es más fácil se ha convertido más en una necesidad que en un deseo. Allí se puede pensar más claramente, se puede tocar el futuro con los dedos.

Tras unas semanas de tormenta, de desgarro emocional y de nuevos caminos abiertos por sorpresa, Granada es un lugar en el que es más fácil compartir y decidir. Granada es una ciudad a la que hay que preguntar cuando soplan vientos de cambio, porque sabe responderte sin ese amor ciego y egoísta que tiene Sevilla. Mientras el Guadalquivir quiere atraparte y convencerte de que no hay mejores orillas que las suyas, el Darro te deja sentir de nuevo, te deja decidir por ti mismo.

Granada es la paradoja de los jardines del Generalife. GeneraLIFE, genera vida. La vida que no te ha sido impuesta, la vida que no viene sola ni se ocupa solo del papeleo del trabajo, sino la vida que fluye como un manantial, como una fuente nazarí y te deja que la elijas o no, que tomes un camino u otro. La vida que no se enfada si no eres valiente, porque el surtidor sigue corriendo y habrá otra oportunidad de beber de él. Granada genera vida, y quizá por aquello lloraba tanto Boabdil mirando lo que dejaba atrás. No llores como mujer, llora como hombre. Como aquel que sabe que cada vez que se pisa el suelo de Granada, la vida se torna más hermosa y no vuelves igual que fuiste.

Mucho ha cambiado todo desde aquella primera vez, hace ya tantos años... Granada es más familiar, es más mía, más tuya, más nuestra. Granada es una tarta de cumpleaños en un patio, son las seis de la mañana en el reloj y la charla que no quieres que termine, Granada es la noche buscando un cajero y la comida en familia postiza que te acoge sin pensar que seas postizo. Granada es la demostración de que en lo sencillo reside la respuesta a lo complejo, el azulejo y la yesería donde los árabes grabaron hace tiempo el sentido de la vida para que, un milenio después, tú halles la respuesta.

Granada es volver a volver, pero no a las tormentas ni a las borracheras para olvidar, sino a aquellas que quieres recordar siempre, las risas que vuelven más fáciles, unir lo mejor de Sevilla y lo mejor de Granada bajo ese mismo cielo que huele a sierra y a incienso, a azúcar tostado y a vino blanco. Granada no es el destino, es el camino. El camino que pasa por una nueva discusión en la barra de un bar, pero que esta vez no te deja el corazón lleno de odio, sino de una lección nueva que llevas contigo, para poder subir el porcentaje de ti mismo. Que si somos solo un 30% de lo que podemos ser, Granada nos da el aliento para que sigamos creciendo.

Fui a veros porque las decisiones importantes tienen irremediablemente que pasar por vosotros, porque allí los secretos pueden ser revelados. No por la ciudad, sino por aquellos que hacéis que la ciudad sea también mi ciudad, esa a la que siento que tengo que pedir bendición para alzar el vuelo. Granada no es una ciudad, es un sentimiento. Ese que se instaló en mi hace tantos años, de la mano de aquellos que este fin de semana seguían allí, recordándome que no hay presente sin el pasado, que no hay futuro sin los que sientan las bases de lo que eres en el presente. Granada es mi luz del mundo, donde todo está más claro, donde se puede ser valiente, donde te muestras a quemarropa a sabiendas de que la bala puede herirte, es ese pequeño lugar del mundo en el que los demonios no pueden entrar, y si vuelven lo hacen de frente y se enfrenta uno a ellos.

Granada ha dejado de ser el lugar en el que esconderse para empezar a ser el lugar en el que mostrarse, en el que quemar los cartuchos de una vida no vivida por completo. Granada es la ciudad que te dice adelante, que no 'atrás' -que si saca el pañuelo, es solo para decirte que tengas mucha suerte en ese nuevo viaje, en la nueva aventura que hace que te tiemblen una vez más las piernas-. Granada es la ciudad en la que viví las decepciones que me hicieron más fuerte, la ciudad que me hizo soltar lágrimas pero solo para limpiar lo malo que no me hace avanzar, la ciudad que me ha prestado a un puñado de personas que me han dado un nuevo comienzo y me han cambiado la vida.

En Granada está mi norte, el que me hace volver, el que me deja decidir, el que me deja ser más yo mismo y menos lo que otros quieren que sea, donde se mueve la vida. La vida de verdad, esa que todos llevamos dentro pero que pocas veces dejamos salir. La vida de los sueños, de los 'te imaginas que...', la del crecer a base de golpes porque levantarse es la única opción, la de 'sacar fuerzas de las fuerzas' que siempre me decías. Sevilla y Granada, Granada y Sevilla. Una me recogió cuando volvía con el alma llena de fracaso, y la otra me ha vuelto a levantar y a decirme que todo puede ser si uno quiere. Que el futuro es de aquellos que no tienen miedo, ni a la muerte que dicen por ahí. Esta vida te la dedico, Granada. Espero no decepcionarte.

lunes, 1 de septiembre de 2014

De Sarria a la Gloria



Ya lo decía Antonio Machado... Que no había camino, que solo andando se construye, y que poco a poco se va levantando el sendero desdibujado por la maleza.

Acabo de volver de una peregrinación que es mucho más que un festín de kilómetros y ampollas. Acabo de venir de un festín de la vida. En el camino se cruza todo lo que pueda existir sobre la tierra: el dolor y la alegría, el sufrimiento y el triunfo, lo pasado y lo presente, el corazón y la carne, el cielo y la tierra. Como en un espejo se replican ambas caras de la moneda que son tan complementarias como antagónicas. El camino de la Vida.

Desde Sarria a Santiago íbamos andando, sin esos alardes andaluces de tintes neobarrocos que nos gustan en carretas de plata, bordados exuberantes y escalas andaluzas de salves que cantan a una ermita blanca que flota en la marisma. El camino de la sencillez, el camino que abre todas las puertas posibles, hasta las que creías cerradas.

El camino encierra en sí mismo la paradoja de una vida completa: en el camino está la vida de la vegetación exuberante que provoca un matrix letal para esquivar la rama que viene cargada de espinos hacia la cara y la muerte de flores marchitas dejadas por peregrinos de otras tierras que rinden tributo a aquellos que subieron a los cielos en los senderos.

En el camino está la paz del río helado que convierte la tarde calurosa de agosto en una fiesta de agua y piedras que juegan a masajear las durezas mientras las esquivas, y el tormento de la lluvia que no cesa y que moja el pelo, la lluvia que cae por el rostro recordándonos que ese agua es la misma que moja a los demás peregrinos y, al mismo tiempo, es siempre distinta. El camino es la noche cerrada que nos vuelve frágiles ante la oscuridad, temerosos y desprotegidos; y es también el amanecer hermoso que juega a escaparse sobre los maizales.

Pero el camino es, sobre todo, la fiesta de lo natural tornado extraordinario. El camino hasta la fachada barroca del Obradoiro está señalado con un reguero de flechas y conchas. Flechas amarillas, de luz en el sendero oscuro de la vida que solo podemos elegir nosotros seguir. Conchas para un nuevo bautizo entre manantiales gallegos, un nuevo bautizo para darnos un nuevo comienzo que siempre arranca con un despertar antes de amanecer, cuando la noche es más oscura.

El camino es la risa que no acaba en el camino de tierra y que, como a Boski, siempre nos pilla con la boca llena, el slalom en serie de Andriu que nos devuelve a una infancia feliz en las cuestas abajo, el sonido del bastón de Espe trazando un martilleo que nos recuerda que a veces necesitamos ayuda para seguir y que no podemos vivir solos y a espaldas del que camina a nuestro lado. El camino es la cara de ojos entrecerrados del que se despierta a tu lado sobre una colchoneta tan raída como la tuya sobre el suelo -y la cucaracha que viene a darte los buenos días-, es el jadeo del que saca fuerzas de las fuerzas para afrontar la siguiente cuesta, es el racheo del pie que cojea y la voz amiga que pregunta una y otra vez cómo vas. El camino nos absorbe tanto y nos conquista de tal forma que algunos, como Pini, no quieren que acabe y siguen andando tres kilómetros más. El camino es cantarle a Marta el 'Bolero' de Ravel mientras caminas, dar la mano al que se queda atrás para que no se rinda, echar una minisiesta con pose de dignidad después de la etapa o cuando el grupo acaba y un sofá viejo nos parece un tesoro incalculable. El camino es masajes con cremas cuando las luces del albergue se apagan, conversaciones de cama a cama cuando Ana está nerviosa, estiramientos en grupo en las calles de Portomarín y cartas en la madrugada de Madrid para no caer rendidos.

El camino son las botas que nos destrozan los pies pero que son imprescindibles para seguir adelante, como todos esos baches y momentos que duelen, pero que nos hacen más fuertes. El camino es un Ribeiro, sea sumergido en las frías aguas del río o en un cuenco mientras el pulpo se enfría en la tabla de Melide. El camino es un Cristo que tiende la mano desde el madero al peregrino, un crucero que recorta las siluetas de pueblos fantasmales de piedra y una cruz de olivo colgada al pecho y traída desde el lugar donde el Dios hecho hombre nos dio la vida eterna. Es un hombre en silla de ruedas dando ejemplo en las cuestas que ascienden a Arzua y el italiano que comparte su pesto con el que está en la mesa de al lado. Es ducharte en calzoncillos para aprovechar y hacer la colada de golpe, seis horas de autobús que se pasan en un suspiro entre confidencias, es dormir poco y andar mucho, el yogur sin lactosa que siempre llega y los ronquidos que hacen temblar las paredes del polideportivo.

El camino es un coro en el que lo de menos es la procedencia: cantar unidos, unificar versiones y arrancarse a cappella, emocionarse al escuchar la voz desnuda retumbar en la nave de la parroquia de Palas de Rei. Y también es la Esperanza de Triana subiendo una cuesta toalla verde en la cabeza a los sones de la marcha de su coronación. Es cerveza fría de botellín y partidas de cartas. El camino es gloria bendita vestida del Decathlon, son mojones de carretera que señalan cada mil metros y parajes nunca soñados que nos muestran la grandeza de la creación.

Santiago es solo el principio, y el Apóstol solo el guía que nos muestra que el camino no termina. Solo acaba de empezar. Tras los reencuentros, el cariño y el dolor, volvemos con los ojos de un color verde esperanza, el alma llena de luz y las piernas fortalecidas para afrontar las cuestas más empinadas que nos tenga preparadas la vida. Volvemos agradecidos, porque en el camino no se puede ser otra cosa que uno mismo, porque los kilómetros son los mismos para todos. No hay ni escalafones, ni diferencias, ni adornos ni máscaras. Solo la verdad de la tierra que pide ser recorrida no para encontrar las torres de la catedral, sino para verse a uno mismo en su fragilidad, y escucharse a sí mismo en la respiración entrecortada del que camina a tu lado. El camino es la vida en su forma más sencilla, como un día fue creada, y por eso no podemos engañarle. Ser peregrino es rendirse a una gloria que empieza con el primer paso y que no acaba nunca, volver a la esencia de sudor y de la ausencia de distracciones, para recordarnos que somos hijos de la tierra que pisamos y del cielo que nos cobija.

lunes, 7 de julio de 2014

Dos tickets y un plano del Alcázar

Después de este fin de semana lo único material que me ha quedado, lo único que puedo tocar y que se ha quedado en mi mesilla son dos tickets y un plano del Alcázar.

Pero muchas veces me aferro a lo que se puede tocar y no a lo que vive en el mundo de lo efímero y lo impalpable. Por eso creo que sigo yendo a las ruedas de prensa y las reuniones con mi cuaderno, porque me gusta sentir que sobre el papel está el trabajo bien hecho, algo que pueda tocar y almacenar en casa como un testimonio.

Pero lo importante, nunca se puede tocar. No podemos reducir un fin de semana a dos facturas y un plano de un monumento. Porque no se puede tocar la alegría del reencuentro ni el calor del abrazo, no se puede tocar el temblor que produce una mirada inesperada, ni pueden palparse la incertidumbre ni las dudas ante una situación que te has empeñado en controlar aunque sabes que no puedes hacerlo.

No se puede, igual que no se puede guardar en papel lo que solo se lleva en el corazón, grabado a fuego de meses, ya años. Lo verdaderamente real y valioso no se puede tocar, paradojas de la vida. No vale dinero ni exige de ti más que la entrega. Lo valioso no puede tasarse ni tiene valor monetario.

No puede ser que tres papeles reflejen lo que no tiene nada de espejismo ni burbuja. ¿Cómo se guarda en un cajón el nerviosismo ante la llegada del amigo? ¿Cómo se pone por escrito la lección que te da una voz amiga en un pub mientras tú no puedes hacer otra cosa que callar? ¿Cómo se resume en una fotografía lo que es una ristra de emociones que desembocan en una partida en una tarde de domingo?

En un ticket no cabe la tristeza cuando ves marchar a las personas que quieres, ni la conversación sincera y que hace que se te escape una lágrima en la madrugada junto al río, ni un ticket puede guardar en sus líneas blancas y negras el abrazo que te hace sentir que todo sigue siendo igual aunque todo sea distinto. En el ticket no sale lo hablado a la hora de la siesta, no caben en él las bromas que te hacen olvidarte del trabajo que te has puesto como escudo para no arriesgarte, en el plano no sale el verdadero recorrido: el de los lugares que te resultan familiares, el de las frases incómodas y la impertinencia que luego te hacen pedir perdón, no salen en el mapa los dardos al corazón y las llagas sanadas por la mano que te reconforta...

No caben en un ticket los miedos a ser más tú y menos lo que crees que otros quieren que seas. No cabe en un papel el dolor, la incertidumbre, el sol de verano quemándote el cuello, el frescor del baño subterráneo del alcázar, ni la cara de sorpresa del que se encuentra por primera vez con la majestuosa sala del trono de los Reales Alcázares, ni la cerveza fresca en plena calle con la figura esbelta de la Giralda de fondo.

No cabe en un ticket el cielo estrellado de la noche de Triana, ni el sonido de la cascada del parque de María Luisa mientras haces una parada en un banco para tomar aliento... Las cosas importantes dependen no del sentido, sino del escalofrío, del olor familiar que te hace volver a casa, del sabor de una cerveza que sabe mejor en compañía, de la mirada que se cruza inesperadamente con otra entre las columnas del alcázar, del acento que te vuelve a decir que la primera vez que fuiste a Granada te dejaste allí parte de ti. Que de eso va esto: de una entrega en la que renuncias a parte de lo que eres para dejarlo en otros, en otro lugar, para siempre. Y te llevas otras muchas cosas, nuevas, que te cambian para siempre.

Hay gente a la que le debes recuerdos, apuestas, dinero, cosas en general... Pero qué grande tiene que ser alguien para que, por el hecho de haber llegado hasta ti y haberse quedado, te haya hecho una persona diferente, indudablemente mejor de lo que eras antes. Y qué grande querer ser mejor por alguien, porque se te viene esa persona a la cabeza. Qué grandes las broncas merecidas que te dejan por los suelos pero que dicen grandes verdades, qué grande la voz que se quiebra y te abre el alma para luego pedirte que abras la tuya, qué grandes aquellos que saben las tuercas que hay que apretar para que dejes de derrumbarte y empieces a levantarte.

Eso no cabe en un ticket, ni en un billete de autobús ni en una fotogalería de Facebook. Las grandes cosas, esas en las que siempre estáis vosotros, siempre me dejan rendido a la evidencia, porque ni puedo controlarlas, ni medirlas ni elegirlas. Esas grandes cosas, que viven disfrazadas de pequeños detalles, son las que se quedan ahora en mi mesilla. Gracias por venir a recordarme una vez más que Sevilla es más bonita cuando estáis en ella. Que mi casa es más cálida cuando venís a sacarme de mi cuarto, que una vuelta a casa al amanecer es un solo un suspiro si acaba con un abrazo rendido por el sueño en el que por poco caemos al suelo, que la vida... la verdadera vida no cabe en un ticket. La vida tan solo se puede guardar en el alma, y vosotros tenéis la capacidad de despertarla cuando creo que he vuelto a aniquilarla a golpe de priorizar lo equivocado.

Nos conocimos con nuestros defectos y con nuestras virtudes, y son esos defectos los que han hecho que seamos lo que somos y que estemos hoy, aquí y ahora, en esta situación, con esta pena ahogada porque ha vuelto la vida real... Solo los viajes que duelen, los abrazos que no quieres que acaben y la nostalgia que hace que tu casa se quede un poco vacía, nos demuestran que todo merece la pena. Porque lo querido se añora, y el que te quiere, aunque no quiera, te hace daño de vez en cuando. Y el que te quiere, siempre vuelve, y llega sin alardes para llenar el día gris de alegría y reconciliarte con el mundo, porque el que te quiere se menospreciará mientras te va cambiando poco a poco por dentro y te va a haciendo mejor de lo que eres. Y cuando te des cuenta, serás tú... pero con algo de esa persona ahí dentro, en el corazón, intentando impregnar todo lo que haces. Y entonces, cuando seas tú siendo también 'nosotros', podrás dar gracias a Dios por lo que tienes y por lo que ha puesto en tu camino. Y podrás volver a querer ser mejor persona porque ellos, sin duda, se lo merecen.